Aunque quizás pocos lo hayan notado, la educación ha sido la verdadera protagonista de algunos de los principales acontecimientos políticos de la última semana en América Latina. El hecho parece inédito. El estrellato de la educación no se debió esta vez a ninguna mala noticia, como suele ser habitual, sino más bien a un inusual reconocimiento acerca del valor que ella tiene para resolver providencialmente los principales problemas que deberán enfrentar los países de la región.
El hecho debería alegrarnos. Finalmente, la educación parece estar ganando el lugar que le cabe como gran apuesta al futuro, como oportunidad para hacer de las nuestras, sociedades más democráticas y justas.
Entre tanto, una revisión de las razones y argumentos que dirigieron hacia la educación el centro de las atenciones en el debate regional, no dejan de ser frustrantes y, de cierta forma, lamentables.
Los días 5 y 6 de diciembre pasado, se celebró en Santiago de Chile la Conferencia “Desafíos para asegurar el crecimiento y una prosperidad compartida en América Latina”, organizada por el Fondo Monetario Internacional (FMI). Allí, diversos funcionarios del organismo alertaron que el ciclo de reformas sociales de la última década se había agotado y que las bajas tasas de crecimiento económico del continente, en un contexto global cada vez más incierto y riesgoso para la región, obligaban a un mayor rigor fiscal y a una inmediata reorientación de las políticas macroeconómicas. La reunión contó con la participación de algunos ministros de economía, presidentes de bancos centrales de diversos países latinoamericanos y un destacado conjunto de intelectuales y representantes de organizaciones internacionales. En la ocasión, la titular del FMI, Christine Lagarde, expuso algunas de las recomendaciones elaboradas por el organismo para enfrentar los desafíos futuros, poniendo especial énfasis en que, la necesidad de reactivar las economías, dependerá de una progresiva y sistemática mejora de “la educación, la infraestructura y la promoción de políticas que conduzcan a un crecimiento más equilibrado, inclusivo y sostenible”.
Difícil es saber si alguno de los presentes, en su sano juicio, pudo haber confiado en semejante aspiración de buena voluntad, por parte de un organismo que mucho ha tenido que ver con los mayores desastres económicos que ha vivido América Latina durante los últimos cincuenta años. Lagarde no perdió oportunidad de exponer su particular visión sobre los avances en los procesos de integración regional, descalificando con una metáfora gastronómica al Mercosur, la Unasur y el Alba, a los que tildó de “plato de espagueti”, al mismo tiempo en destacó magisterialmente a Chile como “un alumno que trabaja duro y trata de mejorar su destino”. (Esto último no se supo si era un elogio o una advertencia al gobierno de Michel Bachelet). Por cierto, nunca ha sido la delicadeza ni la cordialidad la marca del trato que los funcionarios del FMI le han dispensado a América Latina, algo habitual en sus anteriores gerentes, como el promotor de crisis globales Michel Camdessus, la poco amigable señora Anne Krueger, el eximio administrador de empresas Rodrigo Rato, o el festivo Dominique Strauss-Kahn.
Preocupada con los altos índices de desigualdad y de violencia en la región, Christine Lagarde sostuvo convencida que “hay que realizar reformas estructurales, y eso incluye mejorar el nivel de educación, asegurando que la formación responda a las necesidades del mercado”.
Desde este punto de vista, los problemas de competitividad y productividad que limitan las posibilidades de crecimiento de las naciones latinoamericanas, en el actual contexto internacional, dependen de la necesaria y urgente orientación de la educación a los requerimientos de la economía. Por otro lado, en un contexto potencialmente recesivo, la disminución del fondo público obliga a orientar el gasto social de forma más efectiva, priorizando la formación profesional y el desarrollo de competencias que permitan una inserción más competitiva de los individuos en el mercado, contribuyendo al dinamismo de la economía. En otras palabras, la educación debe reducirse a la capacitación laboral ya que es el déficit de formación lo que explica, en buena medida, las trabas que impiden el desarrollo de las naciones latinoamericanas.
El desafío atribuido a la educación contrasta, naturalmente, con un diagnóstico muy negativo de las condiciones en que se promueven las políticas educativas en la región: la improductividad del sistema escolar, su pésima calidad, la mala formación docente y los bajísimos niveles de aprendizaje de los alumnos, sumados a una mala gestión y administración de los recursos invertidos. Reorientar la educación hacia las demandas y necesidades del mercado es la solución propuesta por el FMI, así como por el Banco Mundial, una receta que vienen repitiendo desde hace más de treinta años y que siempre plantean con una sorprendente pretensión de originalidad.
En una línea semejante, el día de ayer, 9 de diciembre, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), la Corporación Andina de Fomento (CAF) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), presentaron su publicación conjunta, Perspectivas Económicas de América Latina 2015: Educación, Comptencias e Innovación para el Desarrollo. El documento alerta también sobre las incertidumbres y desafíos que impone la nueva coyuntura internacional a las economías latinoamericanas:
“Para impulsar el crecimiento potencial y la equidad es necesario seguir avanzando en reformas estructurales. El crecimiento de la productividad continúa siendo modesto con relación a los países de la OCDE y otras economías emergentes y, a pesar de las reformas recientes, América Latina es la región más desigual del mundo. En particular, las bonanzas de los recursos naturales y los flujos de capital de corto plazo hacia la región no se han reflejado en un incremento del crecimiento económico potencial de la región. Reformas para fortalecer la educación, las competencias y la innovación han de favorecer la expansión del potencial de crecimiento y la productividad a través de una mejora de las capacidades de los trabajadores. Igualmente, deberán garantizar la igualdad de oportunidades en el acceso a una formación de calidad”. (+)
No deja de llamar la atención que la CEPAL y la CAF, cuya contribución ha sido fundamental para entender críticamente los procesos de desarrollo y la situación social latinoamericana durante las últimas décadas, ofrezca una visión tan limitada de la educación y de su potencial como medio promotor del progreso y del bienestar. Reducida a un mecanismo de transmisión de competencias y capacidades laborales, la acción del sistema escolar acaba así subordinada a las demandas económicas, a un mecanismo de valorización y dinamización de la fuerza de trabajo que debe adaptarse a las exigencias del mercado. El documento presentado se aleja de la perspectiva más amplia y crítica a partir de la cual estos organismos han entendido los derechos sociales, entre ellos el derecho humano a la educación, predominando aquí la visión tecnocrática y economicista que la OCDE, el FMI y el Banco Mundial siempre han defendido. El gran desafío de la educación queda reducido a mejorar las competencias laborales y a reducir (o, en el mejor de los casos, priorizar) toda aspiración de reforma educativa a la ampliación de la formación profesional.
El capítulo uno del documento, “Educación, competencias e innovación para una América Latina más dinámica e inclusiva”, amplía estos argumentos, afirmando que el aumento de la productividad y de la capacidad competitiva de las naciones latinoamericanas dependerá de la mejora en las condiciones de formación para el empleo, actualizando las competencias y la movilidad de los trabajadores. En tal sentido, “la participación y coordinación con el sector privado es muy importante tanto para orientar las demandas presentes y futuras de las empresas, como para proveer directamente formación en el lugar de trabajo”. (+)
El parámetro de la formación educativa son las demandas y necesidades empresariales y, por tal motivo, nadie mejor que los empresarios para determinar qué y cómo deben aprender nuestros alumnos.
Las referencias al carácter de la educación como un factor de inclusión social se reducen así a un problema estrictamente laboral y de inserción productiva. Un argumento al que la OCDE nos tiene ya bastante acostumbrados, pero que no era la perspectiva de la CEPAL ni de los valiosos aportes que nos ha brindado su excelente División de Desarrollo Social en los últimos años.
El problema planteado no deja de ser muy semejante al del FMI: los sistemas educativos latinoamericanos deberán salvar nuestras economías de un desastre quizás inminente. Y para hacerlo, deben cambiar, ya que son de bajísima calidad, como lo demuestran, según ellos, las pruebas PISA.
El documento citado fue divulgado mientras concluía la XXIV Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno llevada a cabo en Veracruz los días 8 y 9 de diciembre. Su lema ha sido: “Iberoamérica en el siglo XXI: Educación, Innovación y Cultura”. Un evento de fundamental importancia para consolidar y ampliar los acuerdos de cooperación e integración educativa regionales. La Cumbre de Veracruz se realiza a cuatro años de la XX Cumbre de Mar del Plata, cuyo tema había sido “Educación para la Inclusión Social” y en cuyo ámbito se realizaron importantes acuerdos como las “Metas 2021: la educación que queremos para la generación de los Bicentenarios”.
Los acuerdos de la Cumbre de Veracruz significaron un avance en el recorrido sinuoso de la integración educativa regional, gracias a la creación de una Alianza para la Movilidad Académica iberoamericana, el fortalecimiento y ampliación del Programa Neruda para la movilidad estudiantil de posgrado y el relanzamiento del Programa Iberoamericano de Alfabetización.
El trabajo de la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB) y de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) ha sido, en este sentido, destacado y de enorme valor. Sin embargo, las ausencias de los mandatarios de países de enorme importancia en la promoción de cualquier acuerdo regional, como Brasil, Argentina, Bolivia y Venezuela, sin lugar a dudas, poco ha ayudado a fortalecer una perspectiva de la educación que supere las visiones reduccionistas y economicistas que amplifican los gobiernos más conservadores y organismos como la propia OCDE.
Las Cumbres, a pesar de todas sus complejidades, fueron un espacio central para fortalecer una perspectiva que valoriza la dimensión de la educación como un derecho humano fundamental y de la política educativa como un factor de promoción de la igualdad y la justicia social. Algo bastante diferente a la visión que allí mismo manifestó el Secretario General de la OCDE, Ángel Gurría, al sostener que “si deseamos evitar una década de bajo crecimiento económico en América Latina, debemos mejorar el nivel educativo, fortalecer las capacidades de los trabajadores e impulsar la innovación”.
El economicismo reduccionista de la OCDE quizás sólo haya sido ofuscado por las desatinadas declaraciones del presidente español Mariano Rajoy. Pareciendo querer justificar el éxodo científico que vive España, Rajoy propuso en la Cumbre que los países con “excedentes de talentos” cooperen con las naciones menos desarrolladas de la región. Además, como si uno de los méritos de su gobierno hubiera sido la promoción de más y mejores aportes financieros a los estudiantes más pobres, sostuvo la necesidad de implementar amplios programas de becas para fomentar la formación de calidad, “evitando que la falta de recursos sea un obstáculo”. Vaya, vaya…
Mariano Rajoy y el presidente de México, Enrique Peña Nieto en la Cumbre de Veracruz. Foto: Henry Romero (Reuters)
¿Qué problema hay en todo esto?
Si Ud ha llegado a esta altura de la nota, quizás se pregunte qué problema puede haber en destacar la necesidad de que la educación responda a las demandas productivas, que nuestros jóvenes tengan una mejor formación y que puedan insertarse competitivamente en el mercado de trabajo, mejorando sus ingresos y contribuyendo así con el desarrollo nacional.
Por supuesto que ninguno.
El problema no está en reconocer que la educación puede y debe contribuir con la economía. El problema reside en reducir todas las funciones educativas a las demandas y necesidades que formula el mercado y, más operativamente, a las demandas y necesidades de las empresas. Educar para el desarrollo social es algo más complejo que educar para las Sociedades Anónimas. Pensar políticas educativas de inclusión supone un desafío mucho más amplio, más complejo, y ambicioso que desarrollar políticas de formación profesional.
Es absolutamente verdad que América Latina es la región más desigual del planeta. Entre tanto, una perspectiva educativa como la defendida por el FMI, el Banco Mundial y la OCDE no hace otra cosa que cristalizar las enormes desigualdades que imperan en el sistema escolar, revirtiendo los importantes avances logrados por casi todos los países de la región en la última década.
América Latina ha vivido una importantísima transformación democrática durante los últimos años. Los niveles de pobreza, que a comienzos de los años 90 alcanzaban a casi la mitad de la población, se redujeron drásticamente llegando hoy a menos del 28%. En el período transcurrido entre el 2002 y el 2013, más de 60 millones de latinoamericanos superaron la línea de la pobreza y, la mitad de ellos, la línea de la indigencia. La región pasó de tener algo más de 225 a 168 millones de pobres en diez años. La desigualdad, aunque más tímidamente, también disminuyó, inclusive en algunos de los países en que parecía haberse impreso como la marca estructural e indeleble de un modelo de desarrollo que siempre benefició a unos pocos, despreciando los derechos y negando cualquier oportunidad de bienestar a las grandes mayorías. Podría haberse hecho muchísimo más, sin lugar a dudas. Pero las transformaciones vividas comenzaron a revertir un ciclo de estancamiento económico y de cristalización de injusticias sociales promovidas por las políticas neoliberales que se multiplicaron en la región desde los años 70 y, particularmente, con una radicalidad expresiva en los 90.
En este marco, uno de los más significativos avances sociales del continente fue la ampliación de las oportunidades educativas a millones de latinoamericanos y latinoamericanas. Los niveles de acceso y permanencia en la escuela aumentaron de forma exponencial, permitiendo que sectores tradicionalmente excluidos del sistema educativo accedieran a él o superaran las barreras que les impedían su progresión hacia niveles que nunca antes habían alcanzado. La matrícula universitaria creció. Y lo hizo porque los hijos de los sectores populares, en algunos de los países de la región, comenzaron a cursar, por primera vez, los estudios superiores, invadiendo un nivel del sistema que siempre había permanecido como privilegio de los más ricos.
Lejos está América Latina de haber alcanzado la igualdad educativa. Pero los avances fueron notables y pusieron de relevancia no sólo la dramática persistencia de la desigualdad escolar, sino la posibilidad de revertirla por medio de políticas públicas orientadas por gobiernos que, ampliando la inversión social y promoviendo programas de gran escala, asumieron ésta como una de sus deudas y como uno de sus desafíos más ambiciosos en la promoción de la democracia y la justicia social. El inventario de lo que aún falta hacer en el campo educativo es enorme. Pero solapar o desconsiderar los avances alcanzados no puede ser otra cosa que un gesto de indiferencia hacia una conquista colectiva que ha comenzado a cambiarle la vida a millones de personas.
El gran desafío de la educación latinoamericana es contribuir a afirmar y consolidar sociedades fundadas en los derechos humanos, ampliando el ejercicio de la ciudadanía y la participación democrática. Querer hacerlo por medio de la subordinación de la educación al mercado, no parece un buen camino. El mercado es el imperio de la desigualdad, de la necesidad, es el espacio de la diferenciación y la clasificación. Cuando la educación se subordina al mercado acabamos aceptando que su función no es ampliar la igualdad entre los seres humanos, sino profundizar sus diferencias sociales, de clase, de género, de raza, de origen. Atribuimos a la competencia y al mérito individual la virtud de seleccionar y elegir a los mejores, justificando así las injusticias y la reproducción sistémica de la desigualdad.
La educación es el espacio que las sociedades democráticas disponen para producir sentidos, conocimientos, saberes y prácticas que nos ayudan a construir sociedades más justas, igualitarias, solidarias y humanas.
Se trata de politizar la educación, como una herramienta de transformación y emancipación social. Reducir toda aspiración educativa a la capacitación laboral no nos lleva a otro camino que a pensar en el sistema escolar de los pobres como una gran agencia de formación profesional para empleos flexibles.
No debe así sorprender que, justo cuando América Latina comienza a transitar de forma incipiente por un proceso de ampliación de oportunidades ciudadanas, se activen de forma drástica los discursos que insisten en recordarnos que a los pobres les cabe ocupar el lugar que siempre ocuparon, y que su tránsito por la escuela no debe ser otra cosa que la apropiación de un aprendizaje supuestamente útil para su rápida inserción como fuerza de trabajo adaptada a las necesidades de aquellos que los contratarán, los cuales, por cierto, nunca aceptarían que a sus hijos les toque como única oportunidad educativa un curso corto de inserción profesional.
La estrategia discursiva parece ser siempre la misma, aunque algunos términos se modernicen y ganen nueva fisonomía: se atribuye a la educación un poder redentor (salvar a la nación del subdesarrollo y del atraso económico), mientras se condena el sistema educativo realmente existente, aquel en el que se educan, día a día, millones de niños, niñas y jóvenes; aquel en el que trabajan miles de docentes, muchos de ellos quizás mal preparados, pero que poco tienen que ver con el imagen caricaturesca que los presenta siempre como sujetos perezosos e indolentes. Hay una educación salvadora que se dibuja en el horizonte de la esperanza conformista de un mercado que sólo aspira a ser competitivo y dinámico (sólo eso). Y una educación real, digamos de carne y hueso, degradada y despreciada por los que aspiran a reformarla desde su totalitarismo economicista, especialmente cuando ella es pública y la garantiza el Estado; esa educación que, en apariencia, nos impide cumplir nuestro justo deseo de abandonar, de una vez por todas, el subdesarrollo.
Ya lo sabemos, ya lo hemos visto, escuchado y vivido a lo largo de los últimos cincuenta años: para los economistas oficiales, para el mainstream político y empresarial latinoamericano, la educación pasa a tener alguna función relevante cuando la economía va mal y cuando hay que elaborar un pase de magia que permita prometer una salida rápida y milagrosa a los problemas que se avecinan. Así, la economía latinoamericana creció gracias a la inteligencia y a las brillantes ideas de los economistas. Como ahora enfrentará problemas por la caída del precio de las materias primas, la desaceleración de China, el alto costo del financiamiento externo y las bajísimas perspectivas de ingreso de capitales en los países de la región, al sistema educativo le toca, providencialmente, cumplir su papel. Si no lo hace, estaremos mucho peor y la culpa será de él. ¿De quién? De los docentes, de los funcionarios educativos, de las familias y los jóvenes, de los sindicatos, de la “cultura nacional”… o de quien sea, pero nunca del mercado.
Cuando el mercado funciona bien, los méritos son del mercado. Cuando funciona mal, la culpa es de la educación.
“Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe”, decía mi abuela. Menos en este caso. El argumento ha sido utilizado hasta el hartazgo. Y se lo repite, se lo repite y se lo vuelve a repetir.
No deberá sorprender que, en este marco, en toda América Latina, se multipliquen los cursos de formación profesional como la mejor opción de educación para los más pobres y se amplifiquen las demandas y reclamos empresariales por una educación que se adapte a sus necesidades de productividad y sus casi siempre poco modestas aspiraciones de ganancia. Tampoco deberá sorprender que cada vez más la voz y la participación empresarial en el campo escolar, inclusive en la formulación y ejecución de las políticas educativas, tienda a ampliarse y multiplicarse; una tendencia que se observa de forma clara durante los últimos 20 años.
La política latinoamericana muchas veces parece una sesión de cine continuado: siempre vuelve a comenzar. Los avances sociales, uno de cuyas causas y al mismo tiempo consecuencia fue la ampliación de las oportunidades educativas de los más pobres, parecen irrelevantes porque, ante la posible inminencia de una nueva crisis económica, los empresarios vuelven a reclamar que no producen más y mejor porque no disponen de una fuerza de trabajo calificada y que contribuya a aumentar la calidad y la productividad de las empresas. Una vez más, la culpa es del Estado y de los pobres.
Las discusiones de la Conferencia del FMI y el documento analizado, casi nada mencionan acerca de los problemas que hoy existen y persisten en el mercado de trabajo de los países latinoamericanos (y mundiales), como el racismo, la discriminación de género, la negación de oportunidades a las personas con discapacidad, a los jóvenes, o las precarias condiciones de protección y respeto a los derechos de los inmigrantes o a los que siendo del mismo país son tratados como si fueran indocumentados invisibles.
Tampoco mencionan que si hubo una disminución de la pobreza (algo que todos festejan), pero la desigualdad no se redujo con la misma intensidad, esto quiere decir que, en estos últimos años, a los más ricos mal no les ha ido. Los pobres dejaron de ser tan pobres, pero los ricos no dejaron de ser tan ricos; por el contrario, en algunos casos, se volvieron aún más ricos.
Frente a los obstáculos que enfrentarán las economías latinoamericanas, el FMI, el Banco Mundial y la OCDE proponen cambiar a los pobres haciéndolos más productivos, sin preocuparse siquiera cómo los ricos producen y acumulan riqueza, cómo la reproducen y garantizan intergeneracionalmente, en sociedades marcadas por la injusticia, la exclusión y falta de garantías para el ejercicio de los derechos fundamentales. Nada indica que arriando a las agencias de formación laboral a los jóvenes más pobres, sus condiciones de vida mejorarán substantivamente. Lo que sí parece claro es que el actual modelo de desarrollo económico latinoamericano ha generado formas predatorias de apropiación de ganancias que han beneficiado a algunos pocos. Por lo tanto, que colocar el problema en las capacidad de innovación del sistema científico o tecnológico y en el formación profesional de los jóvenes, aunque no deja de ser importante, puede distraernos más que concentrarnos en el asunto fundamental: para revertir los altos índices de desigualdad hay que cambiar primero a los ricos, no capacitar a los pobres para que se conformen con lo que tienen.
El futuro nos señala la luna. El FMI, el Banco Mundial y la OCDE, sólo le miran el dedo.
Las economías latinoamericanas enfrentan, sin lugar a dudas, enormes desafíos. Y los enfrentarán en la próxima década. Sería bueno comenzar democratizando las relaciones humanas en el mercado de trabajo, mejorando las condiciones de distribución de la riqueza (cada vez más concentrada), ampliando los derechos de los trabajadores, promoviendo reformas fiscales que reduzcan la regresividad tributaria estructural que tenemos y que poco se ha modificado.
Que el FMI, el Banco Mundial y la OCDE se dediquen a opinar acerca de cómo mejorar todo esto. Si lo hacen, otros, bastante mejores que ellos, se ocuparán de la formación humana de las futuras generaciones, sabiendo que al salir de la escuela los esperará un sistema económico inclusivo, democrático y que no subordina la competitividad de las empresas al bienestar de los ciudadanos de una nación.
Desde Río de Janeiro