Chile: conoce historias de familias que optaron por colocar sus hijas/os en escuelas públicas

Son pocos, pero hay. En un país donde uno de los principales mecanismos para demostrar el ascenso social es dejar atrás los servicios públicos, sea en salud o educación, hay algunos profesionales que, teniendo la posibilidad de pagar por otras alternativas, optan hoy por colocar a sus hijos en colegios municipales. Cinco casos que reivindican esa opción con mucha convicción.

Fuente: Angélica Bulnes y Tania Opazo | La Tercera

Natalia García: “La gente se imagina que es mucho más difícil y precario de lo que es”

Natalia García: “La gente se imagina que es mucho más difícil y precario de lo que es”

A Natalia García no le dan lo mismo los indicadores académicos. Entre el año 2001 y el 2010 trabajó en el Simce y estuvo a cargo del equipo que hacía las pruebas de lenguaje. Hoy es coordinadora del Plan Nacional de Lectura del Ministerio de Educación, y una de las pocas personas de esa institución que ocupando un cargo medio o alto tiene a sus hijos en un colegio municipal.

Este es un tema que -más allá de ella- ha generado cierto debate cuando, por ejemplo, la Confepa acusó de doble estándar a las autoridades del ministerio y de la Nueva Mayoría, porque mientras impulsan una reforma que prohíbe el copago y la selección en los colegios, casi todos educan a sus hijos en particulares. Pero Natalia García no está haciendo una declaración ideológica: “Uno no hace experimentos con los hijos”, dice y explica que los suyos, de 10, 8 y 5, van a la Escuela Salvador Sanfuentes porque ella y su marido, Juan Andrés Dezulovic, creen que es una excelente opción. Los dos mayores no empezaron ahí, sino que en el Liceo Manuel de Salas, que depende de la Universidad de Chile y es visto como una alternativa entre lo municipal y lo privado, aunque cuesta cerca de 200 mil pesos mensuales.

Pero se fueron de Ñuñoa a Santiago y para ellos era importante que el colegio estuviera cerca de su casa. Esa fue la propia experiencia de Natalia que hasta octavo básico pasó por varios establecimientos públicos, porque la cambiaban cada vez que sus padres se movían de barrio. “Por lo mismo yo no tengo eso de que los amigos del colegio son para siempre. Aquí se le otorga demasiada importancia a la vida escolar, pero tal vez es porque en Chile es el origen de tus redes”. Buscando una alternativa laica llegaron al colegio Pedro de Valdivia, y muy rápido sintieron que no encajaban. “Teníamos la sensación de que es un colegio que está seleccionando siempre”. Junto a otra pareja de apoderados que se sentía igual de incómoda fueron a la municipalidad, se reunieron con la alcaldesa, Carolina Tohá, revisaron en la página de la Superintendencia de Educación datos como cantidad de profesores y alumnos por establecimiento, resultados del Simce y se fueron al colegio municipal.

Aunque su marido, abogado de la Universidad de Chile y ex alumno del Instituto Nacional, estaba un poco más reacio al comienzo, no le costó mucho dar ese paso. La Escuela Salvador Sanfuentes, ubicada al frente del Museo de la Memoria, llega hasta octavo básico y dado su buen nivel académico hasta ahí llegan niños de distintas comunas. Cerca de la mitad vive en condiciones de vulnerabilidad, bien distintas a la de los hijos de Natalia, sin embargo, ella explica que hasta ahora ellos no han hecho de eso un tema. En lo académico se ha encontrado con los mismos textos escolares, el mismo método Singapur y contenidos que en el colegio anterior. “La diferencia es que tengo la sensación de que aquí a mis niños los ven más.

Pero aquí no te vas a encontrar los resultados del Simce de un colegio particular que selecciona y tienen a niños de un nivel académico mucho más homogéneo”. Lo que sí les ha costado es el horario vespertino, de dos a siete. “Pero en general creo que básicamente ha sido pura ganancia. Ahora, sí hay que reconocer que te alejas de tu círculo, nosotros, los padres. A lo mejor nos hacemos amigo de otros apoderados, pero es menos probable”, dice y agrega: “Uno está acostumbrado a juntarse con gente que se parece a uno y aquí te encuentras con gente muy distinta.

Eso es parte de la ganancia, pero también a veces dificulta hacer vínculos”. ¿Y qué te dice tu círculo de que tus hijos estén en un colegio público? Ah, bueno, todo el mundo te dice que admira tu consecuencia, que lo haría, hay muchos aplausos.  Les parece bien razonable. Creo que también da cierta confianza que yo trabaje en el Mineduc, que conozca el sistema… Les parece bien, pero para los otros. A mí me cuesta un poco entender que no haya más gente que lo haga. Si yo viviera en Providencia, en Ñuñoa, si vives en Santiago mismo, en Las Condes, es decir en comunas que tienen un nivel socioeconómico mayor, la opción pública es muy buena. Los municipios pagan mejor, tienen buenos profesores, les importan los resultados. Creo que al final hay susto a estar con otros distintos.

Eduardo Santa Cruz: “Un colegio privado habría sido completamente contrario a lo que pienso”

Para Eduardo Santa Cruz, sociólogo que lleva más de 10 años investigando temas de educación, poner a su hija Catalina, de 13, en un colegio público no fue un tema de plata sino que de convicciones: “Es una decisión coherente con lo que pensamos como familia, con cómo vemos el mundo y con el valor que le damos a lo público”. Él se educó en un colegio privado, el Francisco de Miranda, un establecimiento que estuvo muy ligado a la oposición en la dictadura, pero a su hija le tocó entrar al sistema escolar mientras vivían en España, donde él estaba haciendo un Doctorado en Educación. Allí la matricularon en la escuela pública del barrio, y cuando regresaron a Chile, cambiarla a un colegio particular estaba fuera de la discusión.

“Con total conocimiento de cómo son los colegios en Chile queríamos una escuela pública. No era ni por choreza ni por ignorancia, teníamos nuestras ideas claras”.Catalina entró a la Escuela Mercedes Marín de Providencia. Aunque la niña se aburría en algunos ramos -dado que venía con un nivel más alto desde España- Santa Cruz aclara que “no es un mal colegio”.

Rodrigo Calderón: “Mis hijos son de colegio con número, pero no cualquier número”De hecho, la experiencia fue positiva para su hija y nunca consideraron cambiarla. En 2014, cuando ingresó a séptimo básico en el Liceo Carmela Carvajal, las cosas se pusieron “más desafiantes” y tuvo que dedicar mayor tiempo al estudio.Santa Cruz, quien trabaja en la Facultad de Ciencias Sociales de la U. de Chile y el Programa Interdisciplinario de Investigaciones en Educación (PIIE), reconoce que este “liceo emblemático” no representa la realidad de la mayoría de los colegios municipales. “Tengo superclaro que mi hija está yendo a un colegio con particularidades, pero creo que estas son extensibles a más colegios públicos”, dice. Según él, en general los padres dividen el sistema entre escuelas públicas malas y subvencionadas y particulares buenas, lo que a su juicio no es siempre así.

“Nada indica que los colegios subvencionados son mejores que los públicos. Y si tú miras los colegios privados en el mundo no son los mejores”. La diferencia, como se ha repetido mucho en el contexto de la discusión de la actual reforma, está en la casa: “La educación de la familia influye en al menos un 60 por ciento de los resultados académicos, y súmale a eso el barrio donde viven”. Por esto, él cree que los colegios privados son lugares donde “la elite termina de construirse a sí misma” y que un buen colegio, en cambio, debe reflejar la diversidad social. “No me interesa que mi hija se eduque en un club”, asegura.

“Yo creo que a mi hija le beneficia estar en la educación pública, en vez de perjudicarla, como muchos podrían pensar”. Pese a eso, sus familiares y amigos, “muchos de izquierda”, agrega, reaccionan con un silencio incómodo cuando les cuenta que Catalina estudia en un liceo. “Es supertriste, porque en general uno sabe que ellos están pagando por humo en sus colegios. Hay que entender que las escuelas públicas, hoy tan desmedradas, son producto de la lógica del sistema, pero también de que quienes tenemos un mayor capital cultural y económico hemos sacado a nuestros hijos de ahí. Hay que lograr que la gente deje de tenerle miedo a lo público, y para eso se necesita que el Estado no piense más que lo público es para los pobres”.

Rodrigo Calderón: “Mis hijos son de colegio con número, pero no cualquier número”

“Yo soy hijo de un colegio con número, pero no con cualquier número y con mis hijos pasa lo mismo”. No es un gesto de arrogancia el del sociólogo Rodrigo Calderón (51), sino la forma que tiene para explicar que aunque está orgulloso de su opción por colegios públicos también es consecuencia de que pudo acceder a los de excelencia. “Yo me compro esto de la tradición, de la identidad, de lo colectivo, de lo público y todo, pero sería mentira si dijera que defiendo la educación pública a raja tabla porque no es así”, dice el jefe de proyectos de la consultora de ingeniería y medio ambiente POCH.  No siempre fue una opción. Sus dos hijos mayores entraron al colegio San Agustín en Ñuñoa. Pero cuando su segundo hijo tuvo un problema de salud que requería un tratamiento caro, se le hizo cuesta arriba pagar dos colegios y junto a su mujer pusieron al mayor en el Instituto Nacional y al segundo en el Liceo José Victorino Lastarria.

“Sentí que volvía a mis raíces”, dice Rodrigo, pero el ex institutano también se encontró con cambios. Aunque seguía existiendo una identidad ligada a la meritocracia y el rigor, “mi experiencia era la de un colegio donde convivían, por así decirlo, ricos y pobres. El hijo de embajador, con el de un militar y un obrero. Cuando llegué con mi hijo mayor, me di cuenta de que la condición socioeconómica y cultural era más homogénea y de sectores medios bajos y que la motivación principal de los padres era que sus hijos pudieran romper el círculo de la pobreza”. A los dos niños les costó pasar de un colegio más chico a uno en que eran un número más. Tuvieron que validarse, les tocaron las movilizaciones del año 2006, y se involucraron muy a fondo. Pero una vez superada la contingencia económica, y con Rodrigo con un nuevo trabajo que le hubiera permitido devolverlos a un colegio privado, quisieron quedarse. Y cuando llegó el momento de matricular a su hija, la única mujer y la más chica, eligieron una vez más un colegio público, el República de Siria en Ñuñoa.

La principal ganancia para él, ha sido, que sus hijos se han conectado con otras realidades. “Además los colegios públicos generan preocupaciones distintas, en cuestiones más sociales y vinculadas al desarrollo del país”. A veces, eso sí, dice que les pena por ejemplo, la posibilidad de que aprendan idiomas o que se desarrolle en áreas distintas a los ramos de clase. “Estos son establecimientos que están más preocupados del rendimiento académico”, y lo prueba los altos puntajes que obtienen en el Simce, por ejemplo, pero hay otras cosas que suple con clases particulares. Actualmente su hijo mayor acaba de graduarse en economía en la Universidad de Chile, el segundo estudia lo mismo en la Universidad de Buenos Aires y la menor pasa a octavo básico. Tanto adentro como fuera del colegio, él sabe que es un caso excepcional. Afuera porque no conoce ni entre sus compañeros de sociología no de trabajo otro que haya optado por un colegio municipal. Mientras, “en el curso de la Elisa, de los 46 alumnos, debe haber siete u ocho apoderados profesionales”. Por eso, él también siente que está haciendo una contribución a la educación pública, aunque sea modesta: “Si la Elisa, mi hija viene de una familia con un perfil distinto, quizás ella está ayudándole a otros chicos a conocer otras cosas, así como ella también aprende de ellos”.

Rodrigo Sepúlveda: “La escuela pública debe volver a ser el motor del Estado”

Rodrigo Sepúlveda, antropólogo y profesor en la Escuela de Terapia Ocupacional de la Universidad de Chile, y Paula Iturra, psicóloga (en la foto de portada), han hecho gran parte de su vida en el Barrio Brasil, en la comuna de Santiago. Su casa queda a dos cuadras de la Alameda y a cuatro del nuevo colegio de su hija, Amanda, de nueve años. La Escuela República del Ecuador, creada en 1891, los acogió cuando la sacaron del colegio Pedro de Valdivia. “Nos aburrimos de una lógica neoliberal de enseñanza. Es como meter a los hijos a un reality desde pequeños”, dice Rodrigo.Para él, el problema fue la obsesión por el éxito del colegio anterior. Todo giraba en torno al método Singapur, el Simce y la PSU.

“El proyecto educativo estaba basado en la discriminación y en presionar a los niños todo el tiempo”. En su opinión, era clave que Amanda perdiera el miedo a lo distinto, que trabajara su confianza en los otros. “Yo trabajo en una universidad donde comparten personas de distintas clases sociales y visiones, y no quería que la Amanda estuviera en un ambiente tan segregado”. Así, la elección del nuevo colegio se basó en sus buenos resultados académicos, pero también en su estilo más cercano y su “impronta republicana”, como la describe Rodrigo. Padre e hija estaban entusiasmados con la idea, pero Paula dudaba. La sicóloga estudió en un colegio privado y siempre se sintió protegida en ese ambiente, pero finalmente cedió e incluso más, se entusiasmó. “Tenía la convicción, racional, de optar por lo público, pero me daba susto, se me apretaba la guata. Finalmente me convencí cuando conocí la escuela, durante la postulación. La flexibilidad y gran trato personal de quienes trabajan ahí me hizo sentir segura”.

La niña llegó ahí en 2014 a tercero básico. Al comienzo le costó integrarse, pero terminó el año elegida como la “mejor compañera” del curso. Ella misma explica que ahora estudia con niñas de distintas nacionalidades. Ecuatorianas, peruanas, una “un poco española”, y otra mapuche, que para ella cuenta también como nacionalidad porque “era el país que éramos antes”. Otras le cuentan que viven en un lugar pobre. “Me di cuenta porque viven en casas pequeñas y tienen que compartir la pieza”. Pero le gusta que sean diferentes, “no como en el otro colegio”.

Rodrigo reconoce que tal vez si Amanda fuera a los llamados “colegios de elite”, que él asume están principalmente enfocados en el desarrollo de los “logros cognitivos”, se notaría la diferencia en términos académicos, pero por otra parte afirma que “hay un montón de cosas que son tan importantes como la escuela”. Por ejemplo, con los 200 mil pesos o más que se ahorran mensualmente en colegiatura, Amanda tomó clases de piano, y en su tiempo libre -la escuela es media jornada- ha tenido tiempo para desarrollar sus hábitos de lectura, su gusto por el dibujo y “construir espacios de juego y búsqueda personal”, dice. “A uno le venden un estereotipo de lo público, de que es mediocre, pero para nosotros todo ha sido sorprendentemente bueno. Es una escuela con número, pero no tratan a los chicos como números”, concluye Paula.

Marco Antonio Coloma: “Si la educación pública lo hizo bien con nosotros, por qué no lo va a hacer bien con nuestras hijas”

En 2009 Julieta, la hija mayor del editor Marco Coloma, entró a primero básico en la escuela El Vergel, de Providencia. Para él y su ex mujer la decisión de colocar a la niña en un colegio público fue más bien práctica. Podían pagar un colegio particular aún a riesgo de quedar más ahogados en el presupuesto, pero como ambos se formaron en el sistema público, y desconocían cómo eran los colegios privados, tenían la impresión de que “pagar por educación era básicamente pagar por relaciones”, explica.

Cuando la matricularon, la educación pública no era un tema con tanta fuerza en la agenda, pero tras las movilizaciones estudiantiles de 2011, su opción, dice Coloma, cobró más sentido. “Hoy, con más información y conciencia de lo que está pasando, con mayor razón tomaríamos la misma decisión”. Por esto, cuando fue el turno de matricular a su segunda hija, Emilia, optaron por el mismo colegio. Ahí, dice, ambas han sido felices “conociendo el mundo tal como es, a diferencia de los guetos privados que lo muestran sin la complejidad que tiene”. Él mismo notó en los apoderados gran diversidad; contadores, microempresarios y peluqueras eran parte del grupo, todos con “mucha voluntad por participar”.

Pero Coloma, hoy director de la agencia de servicios editoriales Tipográfica y profesor del Magister en Edición de la Universidad Diego Portales, reconoce que vivir en Providencia no dio lo mismo al momento de elegir, porque no en todas las comunas tienen establecimientos municipales de buen nivel. Y aunque está contento con la calidad de enseñanza que las niñas reciben, dice que hay falencias. La primera, el inglés, que es básico, y él cree es una de la razones por las que otros papás no se atreven con los colegios municipales y “pagan una colegiatura de 200 mil pesos, para que su hijo salga bilingüe”. Por esa misma razón, están considerando clases particulares de este idioma para Julieta, quien este año entra el Liceo 7. “En esas cosas me gustaría que la educación pública compitiera con la privada”, agrega.Se queja también de las clases de religión. No entiende por qué en una escuela laica las hay, ni tampoco que las niñas que no quieren asistir a esa clase tengan que quedarse al fondo de la sala mientras las otras tienen ese ramo.

“Esas horas se podrían aprovechar en otra disciplina. Además, me molesta que mi hija chica llegue a veces cantando canciones religiosas”. La falta de infraestructura deportiva también le preocupa, ya que no tienen una cancha y tienen que ir a un centro deportivo de la municipalidad para las competencias. Sus hijas no son muy deportistas, pero por eso especula que si hubiesen tenido más acceso y espacios para la práctica, quizás habría sido distinto.Aún así, Coloma está orgulloso de que las niñas estén en la educación pública, pero no ofrece lecciones ni juicios para los demás: nadie debería meterse, opina, en qué colegio pone a sus hijos el resto, ni siquiera tratándose de los que están diseñando la educación pública del futuro. “Los hijos son los hijos, y si además tienen la plata, cada uno verá dónde los educa”.

Los hijos del video

En noviembre pasado, el Mineduc lanzó un video en defensa de la educación pública titulado Educación Pública. Un derecho. Un orgullo y que cierra con la frase “Yo me matriculo en la educación pública”. En él aparece, entre otros personajes, el músico Horacio Salinas y el escritor Antonio Skármeta. ¿Dónde estudiaron sus hijos?Beltrán y Gabriel, los hijos mayores de Skármeta, tenían unos cinco o siete años cuando dejaron el país después del golpe de Estado.

“Si no hubiera habido, cómo llamarlo elegantemente, esa interrupción, probablemente habrían crecido libres y felices, y hubiera tratado de que estudiaran en el colegio donde yo estudié, el Instituto Nacional”, dice el último Premio Nacional de Literatura.Fabián (25), hijo de su matrimonio con Nora Maria Preperski, en Alemania, también recibió educación pública en ese país, “donde los profesores aspiran a trabajar ahí porque están excelentemente pagados, tienen la posibilidad de seguir perfeccionándose, horarios humanos y extensas vacaciones”, dice. Al llegar a Chile, Fabián ingresó al Colegio Alemán Sankt Thomas Morus para mantener el idioma.

Según Skármeta, Chile tuvo educación pública de calidad antes de 1973, la perdió y debe recuperarla. “Los padres echaron mano a los colegios de calidad que tenían al alcance. Lo que se está haciendo es un movimiento para el futuro, entonces no se puede acusar a los padres que no mandaron a sus hijos a la educación pública de calidad porque no la había”, asegura. Por su parte, los tres hijos de Horacio Salinas estudiaron en establecimientos privados. Camilo Salinas (38) en la Scuola Italiana y en el colegio Francisco de Miranda. Martina (28) y Manuela (27), en el Colegio La Girouette. “No veo una contradicción entre lo que escogí y lo que deseo. Por eso estoy por fortalecer la educación pública y sobre todo que sea de calidad. Deseo que la educación no sea un bien de consumo y que en el futuro, personas como yo no se vean en la obligación a escoger instituciones privadas cercanas a la casa”, concluye.

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